miércoles, 10 de febrero de 2010

La realidad no existe. Sólo existen las percepciones

La auténtica realidad son las percepciones que tenemos de ella. Según el teorema de Thomas “si los individuos definen una situación como real, esa situación es real en sus consecuencias”. Mi percepción de la realidad es distinta de la suya. Hay tantas como seres humanos y dentro de nosotros también se modifican según las distintas circunstancias y momentos. Por tanto, la gestión de la imagen pública de las instituciones, de las empresas, de las personas, es la gestión de las percepciones.
El valor está en la percepción. Por eso las personas que gestionan la imagen han de ser especialistas en ello. Porque es la gestión de un intangible, de algo que no se puede tocar como un producto, ni utilizar como un servicio. Es la gestión de lo que percibimos a través de nuestros sentidos. Lo que vemos -imágenes, colores, formas...-, lo que oímos -palabras, sonidos...-, lo que palpamos, gustamos, olemos... Y con todo ello, construimos en nuestro cerebro una percepción.
No estamos hablando de razonamientos, de datos, de argumentos. Estamos hablando de procesos cognitivos, mentales, conscientes e inconscientes, que recogen información por múltiples vías de forma selectiva y la almacenan en un fichero mental. Percepciones. Lo importante no es cómo somos, sino cómo nos perciben, el modo en el que obtienen la información, qué percepción tienen de nosotros y qué podemos hacer para modificar esas percepciones. Porque ésta es la auténtica realidad, la que existe en la mente de cada uno de nosotros.

Comunicación para ejecutivos, pág. 157.

viernes, 5 de febrero de 2010

Vida y muerte de un profesional

En el número de febrero de 2010 de la revista para el sector de las autoescuelas Travesía, de la editorial ETRASA, se ha publicado un artículo basado en una experiencia, que quiero compartir con todos vosotros.

Como marinero en tierra que soy, cada vez que tengo oportunidad vuelvo al lugar donde nací, que se caracteriza porque allí termina la tierra y empieza la inmensidad de la mar océana. Esta vez era la celebración de los primeros cincuenta años de un primo que, además, es un buen amigo. Los primos te vienen impuestos, pero los amigos los escoges tú. Éste es uno de ellos. La verdad es que nos hacemos viejos, pero no nos damos cuenta hasta que nos vemos en el espejo de los demás. Creemos que nos vamos a encontrar a las personas que hace mucho que no vemos, tal y como las recordamos.
El problema no es que el recuerdo sea de hace muchos años, el problema es que el recuerdo está idealizado. Viendo a mis primos veo la cantidad de años que he vivido… hasta ahora.

Decidí adelantar el regreso de mi viaje de fin de semana. No me gusta conducir de noche (otro síntoma de la edad). Me siento más seguro con la luz del día, aunque hoy, con las autovías que tenemos, la seguridad sigue siendo alta, incluso en la oscuridad. Pero el tiempo no era bueno. Llovía en abundancia. No suelo hacer mucho caso del tiempo que hace en Galicia, a la hora de viajar, pues en la meseta castellana el clima suele ser muy distinto. En la cornisa atlántica, el océano llora frecuentemente sobre el litoral, pero no suele pasar al interior. Esta vez no fue así. Si hubiera leído las crónicas sabría que me iba a encontrar un temporal de agua y granizo. Otro síntoma de la edad: creerse por encima de las situaciones y despreciar los avisos.

Cuando pasé Tordesillas, después de cientos de kilómetros de abundante lluvia, los carteles de la autovía pedían prudencia y avisaban de un accidente. Después de un cuarto de hora atascados, pudimos ver el panorama: un camión en la mediana junto con un turismo, y diez o doce coches destrozados por un golpe en cadena. La Guardia Civil organizaba el caos producido por una tormenta fulminante de granizo, que había convertido el asfalto en una auténtica pista de patinaje. Me acordé que hacía tiempo que tenía que haber cambiado las cubiertas de mi coche. Creemos ahorrar, y apostamos que nada nos pasará, pero lo que apostamos es nuestra vida.

Pasado este primer caos, los conductores impactados empezamos una lenta procesión con nuestros coches sobre el granizo. Al cabo de treinta kilómetros, a la altura de Arévalo, vi algo que nunca antes había visto. Era como una tortuga boca arriba que giraba en el terraplén de un puente sobre la autovía, fuera de la calzada. La ausencia de sonido exterior hacía más irreal la escena. Era un coche dando vueltas de campana y girando sobre su techo. Mi reacción instintiva fue parar inmediatamente. Los demás coches que me acompañaban creo que no se dieron realmente cuenta de lo que ocurría y los siguientes que pasaron ya no lo podían ver.

Instintivamente cogí el chaleco, lo saqué de su bolsa sin estrenar, y me lo fui poniendo mientras bajaba el terraplén. Estaba asustado por lo que me podía encontrar. Llegó una pareja de la Guardia Civil, a la que le había visto incorporarse con su coche a la autovía, en el cambio de sentido anterior. Lo primero que me preguntaron fue si estaban dentro. Ellos saben bien que la gente –que no lleva cinturones de seguridad- sale despedida de los coches. Durante el tiempo que estuve con ellos, los guardias civiles mantuvieron en todo momento la calma, pero lo que más me llamó la atención fue la precisión de las preguntas que hicieron. Pocas, pero claves. Sencillas, pero expertas. “Ha debido frenar y con el granizo ha perdido el control”. Tal cual, pensé yo, admirado de la descripción de algo que él no había visto, pero yo sí.

El coche estaba al revés y, a través de los cristales, no se veía a nadie. Entre los tres abrimos la puerta que rozaba con la tierra. Uno de los guardias asomó la cabeza por el interior del vehículo. “¿Va usted sólo?”, preguntó al conductor, antes de nada. Nadie más viajaba con él. “¿Está usted bien?”. El conductor estaba colgado boca abajo, sujeto por el cinturón que le había salvado la vida, junto con el airbag. “Agárrese, porque le voy a cortar el cinturón para que pueda salir”. Según se lo cortó, el hombre cayó sobre el techo y pudo salir por su propio pie. Parecía indemne y a la vista no presentaba ni un rasguño. “¿Cómo se encuentra?”, preguntó el otro guardia. Le dolía un poco su costado izquierdo, fruto de alguno de los golpes del coche mientras daba vueltas. Le vi temblar de arriba abajo. Le pregunté si quería una manta, pues siempre llevo una en el coche para cuando los niños se quedan dormidos. No, gracias, me dijo. “No se preocupe”, respondió uno de los guardias, “ahora le metemos nosotros en nuestro coche, mientras esperamos”.

Me di cuenta de que mi misión había concluido en aquel momento. Todo había terminado bien. En el poco tiempo que había estado con aquellos dos profesionales de la Seguridad Vial, me di cuenta de la grandeza de su labor, de lo que realmente hacen y de lo mucho que les necesitamos. Eran las cinco de la tarde y quedaban más de 130 kilómetros hasta casa. A las seis se haría de noche. El granizo en la carretera y el estado de mis neumáticos me recordaron que debía marcharme ya, inmediatamente. Aquel hombre accidentado estaba ahora en las mejores manos posibles. Yo ya no tenía más que hacer y me despedí de ellos. Me costó incorporarme de nuevo a la autovía. A pesar del granizo, los coches pasaban veloces. Cuando ya estaba en carretera, me recogí interiormente y di gracias a Dios por la suerte de aquel hombre, al que nada había pasado.

Llegué a casa hora y media después, muy cansado del sobre esfuerzo de atención en la carretera. Por el camino había visto media docena más de coches bailando sobre el asfalto, y guardias civiles corriendo para socorrerles. Ese día, había un partido de fútbol importante, que no podía ver en mi televisión y abrí internet para ver cómo iban. Un sudor frío me recorrió todo el cuerpo. “Un guardia civil muerto y otro herido atropellados cuando atendían a un accidentado”. No puede ser. Sí podía ser. Nada más dejarles, un coche les había atropellado a los tres. No les dio tiempo ni a subir al coche de la Guardia Civil. Si aquel hombre tembloroso hubiera querido mi manta, yo sería el cuarto atropellado junto con ellos. Si aquellos guardias no me hubiesen dicho que ellos se ocupaban de todo, o no hubiesen llegado a tiempo, yo me hubiera quedado. No era mi momento. Como tampoco era el momento de aquel hombre que, después de sufrir un accidente con su coche dando vueltas de campana, fue atropellado por otro coche y aquella misma tarde salió por su propio pie del hospital de Ávila. Era el momento de aquel guardia, que aquel día pasaba por allí y decidió cumplir con su deber una vez más. ¿Cuántas otras veces su vida habría estado en riesgo? ¿En cuántos otros accidentes puso su vida en peligro para atendernos a los demás por, quizá, una imprudencia nuestra? ¿Remunera nuestra sociedad esa disposición? ¿La valoramos nosotros?
Desde ese domingo, cuando me levanto por las mañanas, pienso en la mujer de aquel guardia, en su madre, en sus hijos. Rezo una oración por ellos, y por mí. Soy consciente, desde esa tarde, que estoy vivo por unos instantes. Que la vida es un delicado milagro, del que quizá no somos muy conscientes. Y que muchas veces estamos vivos gracias a profesionales, como F.M.G. del destacamento de Arévalo, que cada día ponen su vida a nuestro servicio. Muchas gracias. Descanse en paz. Amén.